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EL RELATO “COCIDO MONTAÑÉS” DE RAQUEL LOZANO CALLEJA GANA EL I CONCURSO DE RELATO CORTO DEL PARLAMENTO DE CANTABRIA

Viernes, 23 de Enero de 2015

La entrega de premios tendrá lugar el próximo 31 de enero, en el marco de los actos conmemorativos del XXXIII aniversario del Estatuto de Autonomía para Cantabria.

El pasado lunes 19 de enero tuvo lugar la reunión definitiva del jurado de este concurso de relato corto, cuyos miembros han sido Juan Antonio Morán (coordinador del certamen), Paloma Casado (escritora), Alfonso Ruiz (jefe de gabinete de la consejera de Ganadería), Marcos Díez (director de la Fundación Santander Creativa), Adolfo Alonso ( jefe de gabinete del presidente del Parlamento).

Tras una primera pre-selección de 50 relatos, los miembros del jurado votaron a los diez entre los que estaría el ganador del certamen. Como estaba previsto, además de los cinco miembros del jurado, se tuvo en cuenta el voto popular a la hora de sumar puntos a los relatos en liza.

Finalmente, y tras un intenso debate el relato ganador fue el de la palentina Raquel Lozano Calleja, tanto por su calidad literaria como por representar fielmente el espíritu del certamen.

La ganadora, que ya ha confirmado su presencia el próximo 31 de enero en la entrega de premios, recibirá 300 euros, un fin de semana en un alojamiento rural, así como una cesta de productos típicos de Cantabria.

En segundo lugar finalizó “Metamorfosis”, de Ton Pedraz Pollo, que recibirá un fin de semana en un alojamiento rural, y una cesta de productos típicos. Cesta que recibirán también los clasificados en tercer, cuarto y quinto lugar.

Además, la organización ha previsto la publicación en formato digital de los cincuenta relatos finalistas, que será accesible desde la portada de la web del Parlamento de Cantabria.

A continuación ofrecemos la relación de los diez primeros clasificados:

 

GANADORA - Cocido montañés de Raquel Lozano Calleja
Escoge con calma las alubias, para que ninguna piedrita se cuele en el guiso. Selecciona el cuchillo más afilado de la tacoma para cortar  con movimientos secos la berza, dejando escapar en cada tajo un suspiro apenas perceptible. El filo golpea la tabla de madera desnuda, desabrida, seca, como el portazo que se quedó alojado en sus oídos. La emprende ahora con la cebolla. La desnuda despacio, se deleita en cada capa, en cada recodo, como lo hiciera él, apartando los nudos que atan sus curvas. Le imagina a su lado y el aceite comienza a hervir. Una lágrima se desliza hasta su boca. Su sabor le recuerda que debe añadir la sal y la pizquita de pimentón.  Escucha tras de sí entornarse la puerta de la cocina y cierra los ojos, esperando el beso por la espalda que se diluye con el agua ante las palabras del niño.
-       Mamá, ¿estás llorando?
-       No, cariño, son estas malditas cebollas.
El chop chop de las alubias acalla su bronco palpitar

 

SEGUNDO - Metamorfosis, de Ton Pedraz Pollo

Entró volando a través de la chimenea, procedente de Cernégula.
En medio de una risotada, alcanzó con un puntapié a la monuca, antes de ocultar su escoba en la despensa y espantar al trastolillo que devoraba sobaos bajo la mesa.
Vehemente avanzó en busca de las corbatas y los frisuelos.
Masticado el corazón del primer dulce, tres verrugas gigantescas emplazadas sobre su nariz desaparecieron. Cuando su paladar cataba el gustillo del frisuelo, la única ceja y el mostacho atiborrado por pelos puntiagudos y canosos se volatilizaron. Tras un tercer bocado; jugueteando con la masa tersa pero jugosa bajo su lengua, consiguió que aquella caverna oscura y fétida que la acogía, tornase en un escaparate salpicado por dientes atractivos como los de una actriz.
Ya sonriente, tomó dos confites cántabros, y de un solo trago los engulló. Papilla densa destiló aromática desde la comisura de los labios, a la par que su piel se tornaba entre sedosa y sonrosada, tan solo un segundo después de que la punta de su lengua diese buena cuenta del néctar desprendido por la delicia.
Solo entonces, atrapó con urgencia las llaves del coche, dispuesta a trasladarse a la oficina, como hacía cada mañana.

 

TERCERO – Sabor salado, de Modes Lobato Marcos

Tras el naufragio, mami prohibió las anchoas en casa. Yo las sigo comiendo a escondidas para no olvidarme de él.

 

CUARTO – Sabor a memoria, de Lorenzo David Rubio Martínez

Cada vez que miro a la abuela, me vienen lo que ella ya no tiene: recuerdos. Me traslado a cuando era solo un niño y, en la pradera de su casa, me narraba leyendas sobre el abuelo que nunca conocí. Jamás olvidaré mi historia preferida; aquella en la que él capturó a la Sierpe de Peñacastillo y se quedó el botín que guardaba el monstruo en su cofre del tesoro: delicias de la tierra y del mar de Cantabria. Era pronunciar esta parte y nos entraba el apetito. Entonces me llevaba a la mesa de roble que presto exhibía anchoas, queso de nata  y su miel favorita: la de eucalipto. Merendábamos juntos hasta que papá llegase de trabajar y me recogiera.
Desde que enfermó, la abuela vive con nosotros. Ahora soy yo quien la coge de la mano y la acerca a la mesa. En ocasiones lloro porque no se acuerda de mí, ni de esas historias legendarias que aún me emocionan, pero a veces el aroma de los alimentos que le sirvo la hace reaccionar y repite lo que siempre me decía antes de untarle la miel de eucalipto: “¿Te has lavado las manos?”.

 

QUINTO – Anchoas, de Carmen Orozco
Muchos años después el hombre sonríe al abrir el frigorifico y ver el tarro dentro, sonríe al abrirlo y olerlo, y sonríe también cuando las saborea. Su novia al salir de la fábrica, con el pelo recogido en una coleta y una falda de vuelo que se movía alrededor de sus caderas, preguntaba :
—¿Huelo a anchoas?
—Qué va, hueles a jabón, reina, contestaba él dándole un beso.
Se casaron, tuvieron dos hijos y un perro. Una vida sin grandes triunfos ni grandes penas. Hace mucho tiempo que ella dejó de trabajar en la fábrica y él de ir a buscarla. Ya están jubilados, tienen algunas gallinas ponedoras y una huerta discreta que da para el gasto de la casa. Suelen cenar una ensalada de lechuga o de tomate con aceite, orégano, aceitunas negras y queso fresco. Algunas noches el saca el tarro de la nevera, sonriendo, pone dos o tres para cada uno sobre una rebanada de pan tostado untado con ajo.
Ella lo conoce bien y espera sus palabras, sonriendo, ahora lleva el pelo canoso recogido en un moño y tiene las manos quietas en el halda.
—Hueles a anchoas, le dice el viejo después de cenar.
—Qué va, huelo a jabón, mentiroso, le dice ella, y se dan un beso.

 

SEXTO - Un puchero de panza abultada, de María Sergia Martin González
Abuela había encendido temprano la lumbre, y el cocido de alubias y berzas ya humeaba cuando me levanté. A madre le gusta así, lento, al calor de la leña y en su puchero de panza abultada.
Los días de puchero son especiales porque también horneamos sobaos. A madre le encantan mojados en leche. Abuela deshace la mantequilla con sus manos, añade los huevos y se encomienda a La Anjana para que le salgan esponjosos. “Liturgias de vieja”, bromea. Yo nunca he visto a La Anjana, pero dice abuela que es hermosa como madre, y que viste túnica blanca y manto azul como la virgen…
Cuando los perfumes a puchero, mantequilla, harinas y huevos inundaron la casona madre entró en la cocina. Según abuela, desde niña tuvo fino el olfato. “¡Madre, madre!”, la llamo. Está tan desconsolada desde el incendio… “¡Madre, hicimos sobaos y puchero!, ¿los huele usted?” Luego, se sienta en el suelo, contemplando las ruinas de la chimenea y, abrazada a su puchero de panza, comienza a llorar… Yo me acurruco en su seno.
Abuela dice que necesita tiempo, que aún le ahoga la culpa y que, hasta que consiga encontrarnos, seguiremos cocinando sus platos favoritos.
Quizá, algún día…

 

SÉPTIMO:   A lavarse, a cenar y a la cama, de Jesús Alfonso Redondo Lavín
Me recuerdo desnudo, en pie sobre el barreño incrustado en aquella fregadera sin grifo, sufriendo espartanamente los restregones que mi madre aplicaba con estropajo, sobre las salpicaduras de boñiga que cubrían mis piernas y las negruras de las rodillas que tan sucias teníamos los niños de los años 50; luego tras darme “un col” en agua limpia de la fuente del Cerizo y secado con aquella toalla rasposa, me ponían la cena. Huevo frito de las gallinas del corral, criadas con maíz y lo que afanasen por libre, y patatas fritas. Y de postre quesuco a la manera de Merilla. Sobre un plato de barro agujereado reposaba, tapado con una rejilla, aquella torta de líneas rectas entrecruzadas, impronta del filtro de junquillo de argaña, que recolectábamos para la abuela a media altura en la Peña Cabarga. Dicen que el olor y el gusto es el recuerdo que más perdura. Cierto; yo mordisqueaba aquellas esquinas tersas, un poquito agraces y amarillentas tras el oreo y no podía o no quería despegar mi lengua del paladar, para que ese sabor, preso en mi boca, no desapareciese nunca. Y luego a dormir hasta que la explosión de sol y trinos rompía las ventanas.

 

OCTAVO - Sabor a melancolía, de Raúl Gómez Lozano

Cuando mi abuelo entraba por la puerta, acostumbraba a traer consigo el Cantábrico. Era tan abundante su pesca, como bravío su carácter. La nuestra era una lucha generacional. Él, testarudo lobo de mar, se aferraba con uñas y dientes al tiempo en que los pescadores luchaban y amaban al océano para conseguir cachones y maganos; yo, esclavo de una generación acelerada, insistía a mi madre en que mis platos se llenasen de comida rápida y alimentos importados de tierras americanas.
-Con unas buenas rabas te quitaba yo la tontería –insistía él.
De aquello hace ya años. Mi abuelo murió, dejando su olor a sal impregnado en las paredes de la casa en la que me crié, y yo partí a Madrid a labrarme un futuro. Sin embargo, con el paso del tiempo, noto cómo los días pasan con la misma frialdad que la de los edificios que me rodean y, con la llegada de mi madurez, mis recuerdos han empezado a crear pequeñas capas de nostalgia con frescor de lluvia del norte. Una sensación de la que me saca el carraspeo del camarero que tengo enfrente.
-¿Y bien? ¿Se ha decidido ya? –me apremia.
-Claro que sí. Póngame unas rabas.

 

NOVENO - El sabor de mi vida, de Margarita Fernández Gándara

De niña, recuerdo que Cantabria me sabía a desayunos de sobaos y leche recién ordeñada y a paseos de chocolate con churros. También a algodón dulce y manzana caramelizada, cuando me llevaban a las ferias. Más tarde, fue el sabor a sal de los besos escondidos junto a las olas de las playas, lo que llenó mi boca de adolescente. Y entonces descubrí nuevos sabores de aperitivos con rabas y blanco cosechero, mientras disfrutaba con mis amigos por las calles de Puertochico.
Tras la magia de la juventud, vinieron otros sabores, más maduros, entre caminatas de invierno por bosques con aromas a musgos, robles, hayedos o laureles, que terminaban en la mesa con deliciosos asados de caza.
En casa puse en práctica las enseñanzas culinarias de mi familia, que me enseñaron a preparar los bocartes y convertirlos en anchoas. ¡Qué ricas me sabían!, tanto como las sardinas asadas del Pesquero.
Ahora, en mi jubilación, disfruto cada día del sabor que deseo: leche, sobaos, algodón dulce, manzana caramelizada, rabas y blancos, asado de caza, anchoas…y he descubierto que todos esos sabores son los de mi propia vida, porque desde la atalaya de mi edad, ella también sabe a Cantabria.

 

DÉCIMO - Caricos con tocino, de Jesús Alfonso Redondo Lavín

—       ¡Mariáaaa! ¿Où sont les haricots?
—       Ya váaan.  ”Vosotrus, los ferrones flamencus, siempre venís “con el güevu al culu”.
María dejaba caer sonoramente sobre la mesa del comedor de la fábrica de cañones la humeante puchera de barro:
— ¡”Ahí tenís los caricós. Dejái de guciar”!
Así, María, la de Liérganes, bautizó a aquellas alubias con un nombre extendido pronto por toda Trasmiera.
Este relator gozó de niño de  la cocina y del amor de sus muchos tíos y primos esparcidos por Cantabria y no recuerda “caricos” mejores que los de tía Teresa la de Angel.
En el maizal recogíamos las pletóricas callejas, que crecían levógiramente abrazadas al maíz como si estas dos plantas inmigrantes quisieran compartir recuerdos  americanos.
La finura del agua de la fuente del “Cerizo”, la mejor para guisar, y el fuego lento de la cocina de leña,  lograban que los “caricos” adquirieran  la consistencia de un chocolate a la taza y un sabor a sofrito tostado de cebolla, ajo, pimiento choricero y  pimentón, que no dejaba ningún lugar sin gozo en la boca.
Al final el flotante tocino, sin vetas, entre pan y pan, era el culmen glorioso. “¡Cuántos sabores tiene el “chon” y todos qué buenos son!”.